LA FILOSOFÍA MODERNA COMO UN CAMINO A LA INCOSNCIENCIA, mj
La verdad solo puede decirse a medias
Lacan, El Seminario, libro XX. Aún
La palabra “filosofía” designaba, en sus orígenes, “amor a la sabiduría”. Dijo Pitágoras que “filósofo” es el amante de la filosofía, el que la busca porque la desea, y trata de acercarse a ella sabiendo que jamás la poseerá del todo. Y esto es así porque la Verdad no es dada a los hombres, es cosas de los dioses. Los pueblos antiguos no tuvieron duda en asumir que toda la Verdad, el misterio de la vida, no es accesible a la razón humana. Mito, religión y filosofía se fusionaban en su juego poético con los límites del pensar, tratando de mostrar mediante imágenes, paradojas y contradicciones lo inefable. La Sabiduría Perenne es esa cosmovisión espiritual que comparten todos los grandes maestros de la historia, desde Oriente a Occidente. Al ser humano no le es dada la Verdad, pero le corresponde la misión de reflejarla y consagrarla con modestia mediante el cultivo de su inteligencia y el hallazgo de su ser divino.
En Occidente, los presocráticos todavía fueron sabios. Ellos poseían una sabiduría anterior al nacimiento de la filosofía en una época en la que los poetas eran los educadores de la humanidad. Durante la Antigüedad y la Edad Media, las ideas filosóficas en Occidente todavía se gestaron en conciliación con lo anterior, donde se mezclaban los mitos, el amor, los enigmas y el conocimiento. Platón era un amante de la sabiduría, no un sabio, pero escribió sus diálogos haciendo participar en ellos la sabiduría que lo precedió. Por su parte, el cristianismo y el islamismo medievales reconquistaron, a su manera, todo el saber anterior. Esta continuidad con lo precedente no se romperá definitivamente hasta Descartes y la época moderna.
La ruptura moderna con el cosmos
Tras los descubrimientos de Pitágoras en el terreno de la matemática y, sobre todo, con la resolución del dilema entre Heráclito y Parménides en favor de este último en Platón, el logos se instaura como vía privilegiada de acceso a la Verdad. El resultado es la negación del devenir, del no ser en favor del ser pensable y estático, lo cual rompe la comunicación entre niveles de ser y niega la copertenencia entre ser y no ser. Excepciones aparte, podemos describir a grandes rasgos la historia del pensamiento como un progresivo oscurecimiento de una facultad intelectual más elevada que la razón discursiva, que haría posible al hombre antiguo un acceso diferente a la Verdad. No obstante, será la Modernidad la que opere una mutación, un salto cualitativo determinante, al reprimir por completo lo Uno primordial como trasfondo indiferenciado del misterio de la existencia. El pequeño logos humano, la razón moderna, se instaurará como fundamento de la totalidad de la vida del hombre, imponiendo con ello una realidad unidimensional donde despliega su voluntad infinita de dominio.
El fin del Medioevo y el Renacimiento significaron el desmantelamiento del orden tradicional y la reorganización antropocéntrica del mundo, cifrada en el desarrollo de la razón lógica y la autonomía del individuo. Antes de eso, el mundo era sagrado, el cosmos era una creación, emanación o manifestación divina. El ser humano se autocomprendía, hasta entonces, como parte del cosmos. Después, el racionalismo, la mecánica, el universo de Newton, el positivismo, el liberalismo, la revolución industrial y el “mito del progreso”, hicieron del mundo algo muy diferente, pues las preguntas eternas quedaron confinadas al desván de la superstición por la soberbia razón moderna.
“Yo pienso, yo soy”.
Con Descartes, padre de la filosofía moderna, el yo se identifica con el ser. El resultado es una realidad construida a imagen del yo como ser pensante, donde el “Dios garante” es, a fin de cuentas, una demostración más de la razón. A partir del cogito cartesiano, la filosofía se reduce a una egología y el mundo es la construcción que hace la ciencia físico-matemática. Surge entonces la dualidad radical que atraviesa al sujeto moderno, que queda dividido entre “substancia pensante” y “substancia extensa”, es decir, entre su representación de la realidad y una libertad que se siente absoluta porque ha derrocado toda autoridad. Un paso más, y el mismo Dios será derribado cuando el idealismo de Hegel imponga la Razón Absoluta y diga que “todo lo real es racional y todo lo racional es real”. El Positivismo de la ciencia traerá entonces un profundo desencantamiento del mundo, percibido como materia inerte a disposición del destino del hombre, que se revela como una misión prometeica de conquista y progreso.
En el siglo XIX, el Romanticismo alza su grito desesperado ante la ausencia de lo Absoluto, y la sospecha se cierne sobre la cultura y la conciencia moderna. Marx, Nietzsche y Freud desvelan que, por detrás del telón ilustrado, se esconden instancias perversas: la explotación del sujeto, el nihilismo y la pulsión de muerte. Sin duda, la historia del siglo XX ha mostrado, tal y como denunciaron Horkheimer y Adorno, que en el germen de la civilización se hallaba la máxima barbarie, pues los grandes ideales de justicia, libertad y progreso han acabado en la industria de la alienación, la guerra y el exterminio.
El regreso de lo reprimido
La modernidad genera, con esto, un cierto “malestar de la civilización”, algo de lo que no se puede hablar. Defendemos aquí la tesis de que, ante semejante reduccionismo metafísico, el originario anhelo de totalidad quedó transfigurado y comprimido en el sujeto moderno como “lo inconsciente”, que Lacan denomina también “lo Real”. El psicoanálisis es consustancial a la modernidad. Hay neurosis debido a que nuestra cultura reprime las pulsiones en exceso, dice Freud, pero podemos decir nosotros que, a un nivel más profundo, lo que ha reprimido el progreso es todo atisbo de espiritualidad y sacralidad en la vida del hombre. Es decir, la posibilidad de encontrar su destino más allá del ego.
La búsqueda de la Verdad, el originario anhelo de trascendencia que generaba aquella conciencia ecológica de sentido y pertenencia al todo, solo puede desplegarse entonces donde no le corresponde, en el mundo material, único nivel de lo real que admite la cultura moderna. Una vez cuantificado el mundo y aniquilado todo posible vislumbre de conciencia no inmanente, las nuevas luces significan la Subjetividad absoluta. Sus ídolos universalistas componen el Amo Moderno: la Ciencia, la Autonomía, la Libertad, el Estado, la Democracia…, todos en el tren del Progreso, al que se atribuye el poder de llevar al hombre a la plenitud de sus posibilidades. La ley de la compensación establece que a más tener, menos ser. Este tipo de “desarrollo” ilimitado caracteriza a la civilización capitalista y es, sin duda, el peligro mortífero que sus promesas encierran.
El vacío posmoderno
En el siglo XX la filosofía empieza a tomar conciencia del derrumbe del proyecto moderno. La Posmodernidad, más que una superación, es la afirmación del desencanto tras el fracaso de los grandes ideales universalistas de la razón. Es el desengaño ante el ídolo caído. Su crítica afirma, hastiadamente, la ausencia de sentido y celebra, sin más, el hedonismo narcisista propio de la sociedad postindustrial. Este individualismo, totalmente desentendido de la cuestión social, es promocionado también por la cultura hegemónica a través de las tecnologías, las cuales inciden en la subjetividad colectiva mediante un imaginario que estimula las gratificaciones consumistas del mercado. “Pensamiento único” y “cultura de masas” son el embrutecimiento más descarado de la renuncia a la libertad y a la autorrealización que impone el imperio global.
Si los ideales de libertad, igualdad y progreso nos han conducido al imperio vacío del sinsentido, los posmodernos proclaman el fin de la metafísica y afirman un ser errático y sin centro. La decepción se expresa descreyendo de toda propuesta filosófica sustantiva, es el “pensamiento débil” que anuncia, sin conmoción, la “muerte del sujeto”. Toda posibilidad de emancipación ha sido dinamitada para abocarnos a un narcisismo del día a día que vive el instante sin objetivo trascendente. Se trata de un Apocalipsis de sentido. El hombre ha perdido el significado de la existencia. Todos los filósofos posmodernos coinciden en que la Modernidad fue prepotente e impositiva, por eso engendró los llamados "metarrelatos". Pero ahora el pensamiento se ha debilitado tanto que hemos caído en el nihilismo, en el escepticismo y en la equivocidad, hasta el punto en que ya nadie sabe nada. La de la posmodernidad es una realidad desértica y “solo un Dios puede salvarnos”.
La inconsciencia de Occidente
Cada parcela de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada brillante mata de pino, cada grano de arena en las playas, cada gota de rocío en los oscuros bosques, cada altozano y hasta el sonido de cada insecto es sagrado a la memoria y el pasado de mi pueblo.
"Carta del jefe indio Seattle de la tribu Suqwamish al presidente de los Estados Unidos".
La conciencia moderna es inmanente, la conciencia ancestral es trascendente. Por muchas teorías éticas y políticas que surjan, se impone la necesidad de un cambio de conciencia, es decir, una superación del reducido marco metafísico materialista que trascienda la realidad del yo y de lo inmediato. El Jefe Indio no necesita razones para comprender su pertenencia al Todo y profesar un máximo respeto por lo divino de la existencia. No precisa de ningún ecologismo para sentirse hijo de la Madre Tierra y conectado con todos los seres vivos en ella. Tampoco necesita teorías éticas porque ya se siente hermanado con cualquier ser humano y sabe que todo está interconectado, que todos dependen de todos. Su política se adecua a los ritos y ciclos de la naturaleza y se basa, no en ideales de la razón, sino en la observación, la herencia y el máximo respeto por el orden natural de las cosas. “Somos parte de la Tierra, y así mismo, ella es parte de nosotros”. La filosofía del jefe indio sostiene que “hay una unión en todo” y su conciencia lo es de la pertenencia a totalidades más altas, las cuales le hacen trascender su ego y su tiempo inmediato: los seres humanos, los seres vivos, la naturaleza, lo Uno. Desde aquí vive, desde aquí actúa. De su conciencia no puede seguirse una conducta similar a la del hombre blanco. El modo de sentir y el pensar acorde con su cosmovisión se lo impide.
En realidad, no hay ningún progreso que lograr porque el destino del hombre está escrito: “lo que ocurra con la tierra recaerá sobre los hijos de la tierra”.
María José Gutiérrez
LECTURAS:
Akal (varios autores), El libro de la filosofía
A. López, Manifiesto contra el progreso
“Carta del jefe indio Seattle de la tribu Suqwamish al presidente de los Estados Unidos”
García Morente, Lecciones preliminares de filosofía
MJ. Gutiérrez, “Del ser y el no ser”
K. Wilber, “Filosofía perenne”
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