sábado, 21 de junio de 2014

LA SERVIDUMBRE VOLUNTARIA, LA SERVIDUMBRE ORIGINARIA, mj

El hombre puede renunciar a todos los placeres que quiera, pero no va a renunciar a su sufrimiento.
Gurdjieff, Psicología la posible evolución del hombre


En este seminario nos proponemos mostrar, en clave psicoanalítica, cómo la obediencia al poder encuentra su origen, más allá de toda imposición, en una originaria “voluntad de servidumbre”. El problema fue planteado en estos términos por La Boétie, en su obra La servidumbre voluntaria, a mediados del s. XVI. No cabe duda, no obstante, de que se trata de un tema eterno, el del mito platónico de la Caverna.
En el plano de lo colectivo, desgraciadamente, esta “voluntad de servidumbre” da lugar a un problema político de gran envergadura, el de la alienación al poder. En la era moderna, este asunto presenta una diferencia cualitativa respecto a todo tiempo anterior, diferencia debida tanto a los métodos de control y manipulación del sujeto logrados tras la revolución de la ciencia y de la técnica, como al hecho mismo del desarrollo alcanzado por la civilización.
Si es verdad que “en el peligro está lo que nos salva”, no cabe duda de que habremos de buscar, precisamente en dicha coyuntura, el camino para un “saber hacer con”. Y es que la “servidumbre voluntaria” nos conduce de lleno a la cuestión del sujeto y su destino. Defenderemos aquí que la tendencia originaria hacia la servidumbre, correlativa al deseo de libertad en el ser humano, presenta una disyuntiva, una ambivalencia: el destino del hombre puede ser un camino de liberación y autorrealización o la más crasa ruina existencial, la cual se da bajo las más diversas y graves formas de lo inauténtico.

“Servidumbre voluntaria”

En su Discurso de la Servidumbre voluntaria, La Boétie analiza los resortes en los que se basa la opresión y presenta una tesis sorprendente: la tiranía sería consecuencia de la servidumbre. Todo el texto de La Boétie se articula en torno a una relación que se presenta como enigmática pero recurrente, la relación Amo-sujeto o Amo-siervo. Más allá de cuestionar una u otra forma del ejercicio del poder político (monarquía o república, aunque su antiabsolutismo es evidente), el problema de la Boétie es anterior. Lo que le interesa no es en quién deleguen los hombres su poder sino en función de qué realizan esta cesión: “cómo puede ser que tantos hombres, tantos burgos, tantas ciudades, tantas naciones aguanten alguna vez a un tirano solo, el cual solo tiene el poder que aquellos le dan”. El ejercicio del poder político parece asentarse, en última instancia, sobre una extraña perversión: la secreta aceptación del dominio, cuyas razones permanecen ocultas.
¿Dónde reside la potencia para hacer que los sometidos se impongan a sí mismos la condición de siervos? ¿Por qué el Amo, que es más débil que la multitud, puede permanecer y preservarse haciendo que el sujeto sea el agente de la propia imposición y perpetuación de su servidumbre? ¿Qué es lo que hace, más allá de la amenaza y el miedo, que los hombres prefieran sufrir el yugo de un tirano antes que decir “no”?
Con asombro, La Boétie describe el fenómeno de la obediencia a un tirano como un caso de alucinación, de embrujo o fascinación por el “nombre Uno”, es decir, en términos que nos remiten a una posible relación íntima entre sujeto y Amo que es del orden de la idolatría. El poder que el gobernante ejerce sobre los gobernados será, en el fondo, el poder que los gobernados ejercen contra sí mismos.
Por otro lado, nuestro autor constata que, respecto al deseo de libertad, el ser humano se comporta de modo contrario a los animales. “La esclavitud es un ultraje hecho a la naturaleza y a su amor propio”, pues esta nos ha creado “naturalmente libres” y ha grabado en nuestro corazones “el eterno principio de la igualdad”. No cabe duda, por tanto, de que la libertad está del lado de la naturaleza y que la esclavitud pertenece a la civilización. Podemos concluir, por ello, que a más civilización y desarrollo, más servidumbre. La estrategia del tirano es, en todo tiempo y lugar, la misma: la violencia y, sobre todo, el embrutecimiento y la desnaturalización, la corrupción moral y el engaño. Todo eso lo consigue con la cultura. Es sorprendente la facilidad con la que el vasallo se sujeta a la esclavitud, se deja seducir por las pequeñas bagatelas que recibe a cambio y se corrompe bajo la fuerza del hábito y la costumbre. La prueba es que los animales, sin duda, prefieren la muerte antes que perder la libertad, y no se dejan seducir por las comodidades y las ventajas que pueda traer la sumisión a un Amo.
En cualquier caso, el poder se ejercita de forma piramidal, de modo que los súbditos van conformando un sistema en el que unos se oprimen a otros. La máxima servidumbre se da en la parte superior de la misma, el tirano y sus secuaces, presas del temor y de la mayor indignidad, mientras la base carga con el peso de toda la trama de opresión que se ejerce desde la cúspide.
La Boétie afirma que los hombres, en realidad, no desean ser libres, pues tan solo el desearlo sacudiría el yugo sin necesidad de pulverizar el ídolo. Es de notar que la tesis de la Boétie no es universalista sino que se trata, más bien, de una generalización, pues “hay no obstante algunas almas” que “nunca pudieran avenirse con la esclavitud por más que la ataviaran”, y lo mismo ha ocurrido con pueblos valerosos como fueron los griegos enfrentando a los persas y todos los que encararon al tirano hasta el punto de estar dispuestos a morir.
Según la lógica que La Boétie describe, el sujeto se pierde en el deseo de su Amo, mientras este se destruye a sí mismo presa de su propia voracidad. Si no hay deseo de libertad, entonces es que el deseo cae del lado de la complacencia en la propia sumisión: ¿cómo puede explicarse esto?

Servidumbre y pulsión de muerte

En 1937-38, Simone Weil, tras su experiencia en España y el estudio de la obra de La Boétie, publica Meditación sobre la obediencia y la libertad. En este texto, Weil expone la idea de que solo a través de La servidumbre voluntaria de la Boétie es posible comprender esa monstruosidad sin precedentes que fue el desarrollo de los totalitarismos en la Europa de entreguerras y que lo es, de un modo muy especial, para el análisis de la lógica del estalinismo, visto como la compulsión enferma de la clase revolucionaria a los mandatos más destructivos y autodestructivos.
El fenómeno del estalinismo no es para Weil únicamente una tragedia histórica. Su dimensión trágica viene del hecho de ser mucho más que un acontecimiento: existe en ello algo que revela una esencial enfermedad de la mente humana. Hay una necesidad implacable que “mantiene de rodillas a las masas de esclavos”: el carácter patológico de esa voluntad de servidumbre se desvela sin ambages cuando la sumisión del sujeto se convierte en un consentido sacrificio
¿Cómo es posible que la obediencia se mantenga cuando supone, por lo menos, tantos riesgos como la rebelión? ¿Qué es lo hace que en situaciones de exterminio la víctima llegue a aceptar, e incluso a desear, su propia destrucción más que ninguna otra cosa? ¿Por qué el daño nos es tan profundamente deseable?

La esclavitud de la cultura

Freud, en Psicología de las masas y análisis del Yo, se ocupó de tratar de entender aquellos mecanismos colectivos que llevan al sujeto a estados de alienación en relación a un líder, inaugurando una reflexión sobre la presencia en la psique del poder instituido. En esta línea, se han realizado una serie de reflexiones sobre las condiciones subjetivas del sometimiento, particularmente en el caso de los totalitarismos (Reich, Adorni y Marcuse, P. Aulagnier, C. Castoriadis…). La subordinación al poder y la complacencia en el quedar a merced de la perversidad de otro sujeto o de un poder político, han permitido pensar tanto en las cuestiones atinentes a la estructura de la subjetividad como en las vicisitudes características de los colectivos. Los mecanismos de la socialización de la psique, incluyendo los modos específicos de ataque a la autonomía del sujeto y su caída en la alienación, son vistos como una relación dialéctica y ambivalente entre la psique individual y la sociedad.
Desde el psicoanálisis, la psicogénesis permite entender qué es lo que favorece en el sujeto el estado de servidumbre. Se trata de una “falla estructural”, una falta que surge en el advenimiento mismo del “ser en el mundo” y que proviene de la doble dimensión existencial entre naturaleza y cultura/lenguaje. La psique del sujeto se encontraba antes en un estado previo indiferenciado que fue vivido como completud, la cual marcará todo sentido posterior una vez el individuo sea tal. Perdido aquel goce primigenio, el sujeto deviene al mundo simbólico del lenguaje como “sujeto de deseo”, es decir, como un ser por siempre incompleto. El goce perdido no retornará sino con la muerte, pero este sujeto vive con el recuerdo inconsciente de una felicidad mítica, lo cual será el motor de su búsqueda implacable de sentido. El ser humano resulta pues un “ser práxico”, movido por el deseo del que surgió en una circunstancia única y esto implica, por tanto, que carecerá de una identidad plena.
Es lo parental y luego lo social lo que moldea la conciencia del sujeto. La situación de desamparo e indefensión en que se encuentra el niño en sus primeros tiempos de vida lo hace absolutamente dependiente de aquellos que se hacen cargo de él. Esto genera una “servidumbre” del niño en relación a las figuras primordiales y, a través de estas, al Otro (el mundo), servidumbre que es estructurante y que ofrece una base de sentido sobre la cual el sujeto podrá edificar el propio. Así es que todo sujeto está habitado por y es deudor de un discurso que lo antecede y lo instituye como tal y que condiciona su modo de vivir. La salida corresponde al complejo de Edipo y la castración pero, si se perpetua dicho estado infantil de servidumbre, sucederá la alienación. El sujeto quedará ubicado entre las limitaciones que aquel le impone, vividas como la amenaza del castigo (el superyó), y la demanda pulsional, inconsciente, de goce. El masoquismo moral y el sentimiento de culpa serán, así, los residuos de la entrada a ese mundo humano que constituye una parte esencial de su ser “sujeto”.
El discurso del Otro marca al sujeto en su identidad, ideales, expectativas, valores y creencias. En cuanto tal, el individuo es dependiente de ese “Otro”, del mundo social que habita y que lo fundó. Es cuando el Otro prosigue en su condición de saber absoluto sobre el sujeto, sin dar cabida a que su yo advenga, que se produce una situación de ataque violento al yo. Cuanto más tecnificada es una cultura, más violento es su ataque al yo. Es el sujeto el que se ataca a sí mismo conforme interioriza su socialización, pues el Otro también es uno mismo, aunque él no lo quiere saber.
Para un “sujeto de deseo”, la alienación consiste precisamente en “ceder el deseo”, es decir, en la renuncia a la prosecución de su ser auténtico para devenir en objeto del deseo de otro. La condición de ser un proyecto y la inevitabilidad de la decisión sin garantías, constituye la eterna seducción a permanecer en lo inauténtico para refugiarse del desamparo radical en las habladurías cotidianas de la caverna. Toda una serie de servidumbres son posibles, y estas van desde las debidas a instancias del aparato psíquico a los casos de un discurso social impuesto como son los totalitarismos, pasando por el sometimiento al deseo de otro sujeto, a cualquier ideología social y, en realidad, a prácticamente cualquier cosa que se presente como una promesa de sentido, de soporte a una identidad, por mísera que esta pudiera llegar a ser.

Conclusión: Hay un placer, más bien un goce, en la servidumbre.

El poder se sirve siempre del encuentro con el deseo para introducirse en la psique de los sujetos, sirviéndose de ese “malestar en la cultura” proveniente de las renuncias pulsionales exigidas para vivir en sociedad, a cambio de las cuales esta ofrece “seguridad”: un sentido social, una identidad. Así es como el poder se perpetúa produciendo sujetos conforme a sus objetivos. Para ello, el imperativo social, interiorizado como superyó, se apoya en un deseo presente en el sujeto: el de eludir la incompletud a nivel del yo, anulando la incertidumbre de su propio destino. Es por esto que dice Freud que al superyó subyace la pulsión de muerte, camuflada bajo su aparente nobleza simbólica.
Es inevitable que la identidad simbólica a la que se adhiere el sujeto en lo social resulte placentera. Se trata de Thanatos, la eterna tentación de regresar al estado originario de reposo psíquico, la completud perdida. En estados de alienación, el sujeto privado de su sumisión no sería nadie. Por ello es que el deseo recae sobre la servidumbre. Los hombres son prisioneros del fantasma de un cuerpo social del cual se sienten miembros, de tal modo que una rebelión contra este supone, a nivel inconsciente, una rebelión contra sí mismos. Y es que el Amo es el mentor que ha construido la conciencia del sujeto.
La Boétie estaba en lo cierto, la servidumbre es una consecuencia de la relación que el individuo mantiene consigo mismo. El sujeto es una función gramatical que genera identidad, pero sujeto es también lo que está sujetado a algo. Es por esto que toda verdadera revolución política implica, ineludiblemente, una “toma de conciencia” que es una sublevación del sujeto contra sí mismo, es decir, contra el acervo de sus propias identidades o servidumbres.




LECTURAS:
J. Alemán, Para una izquierda lacaniana.
E. de La Boétie, Discurso de la servidumbre voluntaria
J. Lacan, Seminario XX: Aún
Platón, República VII: “Mito de la Caverna”
S. Weil, Meditación sobre la obediencia y la libertad
LA FILOSOFÍA MODERNA COMO UN CAMINO A LA INCOSNCIENCIA, mj

La verdad solo puede decirse a medias
Lacan, El Seminario, libro XX. Aún



La palabra “filosofía” designaba, en sus orígenes, “amor a la sabiduría”. Dijo Pitágoras que “filósofo” es el amante de la filosofía, el que la busca porque la desea, y trata de acercarse a ella sabiendo que jamás la poseerá del todo. Y esto es así porque la Verdad no es dada a los hombres, es cosas de los dioses. Los pueblos antiguos no tuvieron duda en asumir que toda la Verdad, el misterio de la vida, no es accesible a la razón humana. Mito, religión y filosofía se fusionaban en su juego poético con los límites del pensar, tratando de mostrar mediante imágenes, paradojas y contradicciones lo inefable. La Sabiduría Perenne es esa cosmovisión espiritual que comparten todos los grandes maestros de la historia, desde Oriente a Occidente. Al ser humano no le es dada la Verdad, pero le corresponde la misión de reflejarla y consagrarla con modestia mediante el cultivo de su inteligencia y el hallazgo de su ser divino.
En Occidente, los presocráticos todavía fueron sabios. Ellos poseían una sabiduría anterior al nacimiento de la filosofía en una época en la que los poetas eran los educadores de la humanidad. Durante la Antigüedad y la Edad Media, las ideas filosóficas en Occidente todavía se gestaron en conciliación con lo anterior, donde se mezclaban los mitos, el amor, los enigmas y el conocimiento. Platón era un amante de la sabiduría, no un sabio, pero escribió sus diálogos haciendo participar en ellos la sabiduría que lo precedió. Por su parte, el cristianismo y el islamismo medievales reconquistaron, a su manera, todo el saber anterior. Esta continuidad con lo precedente no se romperá definitivamente hasta Descartes y la época moderna.

La ruptura moderna con el cosmos

Tras los descubrimientos de Pitágoras en el terreno de la matemática y, sobre todo, con la resolución del dilema entre Heráclito y Parménides en favor de este último en Platón, el logos se instaura como vía privilegiada de acceso a la Verdad. El resultado es la negación del devenir, del no ser en favor del ser pensable y estático, lo cual rompe la comunicación entre niveles de ser y niega la copertenencia entre ser y no ser. Excepciones aparte, podemos describir a grandes rasgos la historia del pensamiento como un progresivo oscurecimiento de una facultad intelectual más elevada que la razón discursiva, que haría posible al hombre antiguo un acceso diferente a la Verdad. No obstante, será la Modernidad la que opere una mutación, un salto cualitativo determinante, al reprimir por completo lo Uno primordial como trasfondo indiferenciado del misterio de la existencia. El pequeño logos humano, la razón moderna, se instaurará como fundamento de la totalidad de la vida del hombre, imponiendo con ello una realidad unidimensional donde despliega su voluntad infinita de dominio.
El fin del Medioevo y el Renacimiento significaron el desmantelamiento del orden tradicional y la reorganización antropocéntrica del mundo, cifrada en el desarrollo de la razón lógica y la autonomía del individuo. Antes de eso, el mundo era sagrado, el cosmos era una creación, emanación o manifestación divina. El ser humano se autocomprendía, hasta entonces, como parte del cosmos. Después, el racionalismo, la mecánica, el universo de Newton, el positivismo, el liberalismo, la revolución industrial y el “mito del progreso”, hicieron del mundo algo muy diferente, pues las preguntas eternas quedaron confinadas al desván de la superstición por la soberbia razón moderna.

“Yo pienso, yo soy”.

Con Descartes, padre de la filosofía moderna, el yo se identifica con el ser. El resultado es una realidad construida a imagen del yo como ser pensante, donde el “Dios garante” es, a fin de cuentas, una demostración más de la razón. A partir del cogito cartesiano, la filosofía se reduce a una egología y el mundo es la construcción que hace la ciencia físico-matemática. Surge entonces la dualidad radical que atraviesa al sujeto moderno, que queda dividido entre “substancia pensante” y “substancia extensa”, es decir, entre su representación de la realidad y una libertad que se siente absoluta porque ha derrocado toda autoridad. Un paso más, y el mismo Dios será derribado cuando el idealismo de Hegel imponga la Razón Absoluta y diga que “todo lo real es racional y todo lo racional es real”. El Positivismo de la ciencia traerá entonces un profundo desencantamiento del mundo, percibido como materia inerte a disposición del destino del hombre, que se revela como una misión prometeica de conquista y progreso.
En el siglo XIX, el Romanticismo alza su grito desesperado ante la ausencia de lo Absoluto, y la sospecha se cierne sobre la cultura y la conciencia moderna. Marx, Nietzsche y Freud desvelan que, por detrás del telón ilustrado, se esconden instancias perversas: la explotación del sujeto, el nihilismo y la pulsión de muerte. Sin duda, la historia del siglo XX ha mostrado, tal y como denunciaron Horkheimer y Adorno, que en el germen de la civilización se hallaba la máxima barbarie, pues los grandes ideales de justicia, libertad y progreso han acabado en la industria de la alienación, la guerra y el exterminio.

El regreso de lo reprimido

La modernidad genera, con esto, un cierto “malestar de la civilización”, algo de lo que no se puede hablar. Defendemos aquí la tesis de que, ante semejante reduccionismo metafísico, el originario anhelo de totalidad quedó transfigurado y comprimido en el sujeto moderno como “lo inconsciente”, que Lacan denomina también “lo Real”. El psicoanálisis es consustancial a la modernidad. Hay neurosis debido a que nuestra cultura reprime las pulsiones en exceso, dice Freud, pero podemos decir nosotros que, a un nivel más profundo, lo que ha reprimido el progreso es todo atisbo de espiritualidad y sacralidad en la vida del hombre. Es decir, la posibilidad de encontrar su destino más allá del ego.
La búsqueda de la Verdad, el originario anhelo de trascendencia que generaba aquella conciencia ecológica de sentido y pertenencia al todo, solo puede desplegarse entonces donde no le corresponde, en el mundo material, único nivel de lo real que admite la cultura moderna. Una vez cuantificado el mundo y aniquilado todo posible vislumbre de conciencia no inmanente, las nuevas luces significan la Subjetividad absoluta. Sus ídolos universalistas componen el Amo Moderno: la Ciencia, la Autonomía, la Libertad, el Estado, la Democracia…, todos en el tren del Progreso, al que se atribuye el poder de llevar al hombre a la plenitud de sus posibilidades. La ley de la compensación establece que a más tener, menos ser. Este tipo de “desarrollo” ilimitado caracteriza a la civilización capitalista y es, sin duda, el peligro mortífero que sus promesas encierran.

El vacío posmoderno

En el siglo XX la filosofía empieza a tomar conciencia del derrumbe del proyecto moderno. La Posmodernidad, más que una superación, es la afirmación del desencanto tras el fracaso de los grandes ideales universalistas de la razón. Es el desengaño ante el ídolo caído. Su crítica afirma, hastiadamente, la ausencia de sentido y celebra, sin más, el hedonismo narcisista propio de la sociedad postindustrial. Este individualismo, totalmente desentendido de la cuestión social, es promocionado también por la cultura hegemónica a través de las tecnologías, las cuales inciden en la subjetividad colectiva mediante un imaginario que estimula las gratificaciones consumistas del mercado. “Pensamiento único” y “cultura de masas” son el embrutecimiento más descarado de la renuncia a la libertad y a la autorrealización que impone el imperio global.
Si los ideales de libertad, igualdad y progreso nos han conducido al imperio vacío del sinsentido, los posmodernos proclaman el fin de la metafísica y afirman un ser errático y sin centro. La decepción se expresa descreyendo de toda propuesta filosófica sustantiva, es el “pensamiento débil” que anuncia, sin conmoción, la “muerte del sujeto”. Toda posibilidad de emancipación ha sido dinamitada para abocarnos a un narcisismo del día a día que vive el instante sin objetivo trascendente. Se trata de un Apocalipsis de sentido. El hombre ha perdido el significado de la existencia. Todos los filósofos posmodernos coinciden en que la Modernidad fue prepotente e impositiva, por eso engendró los llamados "metarrelatos". Pero ahora el pensamiento se ha debilitado tanto que hemos caído en el nihilismo, en el escepticismo y en la equivocidad, hasta el punto en que ya nadie sabe nada. La de la posmodernidad es una realidad desértica y “solo un Dios puede salvarnos”.

La inconsciencia de Occidente

Cada parcela de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada brillante mata de pino, cada grano de arena en las playas, cada gota de rocío en los oscuros bosques, cada altozano y hasta el sonido de cada insecto es sagrado a la memoria y el pasado de mi pueblo.
"Carta del jefe indio Seattle de la tribu Suqwamish al presidente de los Estados Unidos".

La conciencia moderna es inmanente, la conciencia ancestral es trascendente. Por muchas teorías éticas y políticas que surjan, se impone la necesidad de un cambio de conciencia, es decir, una superación del reducido marco metafísico materialista que trascienda la realidad del yo y de lo inmediato. El Jefe Indio no necesita razones para comprender su pertenencia al Todo y profesar un máximo respeto por lo divino de la existencia. No precisa de ningún ecologismo para sentirse hijo de la Madre Tierra y conectado con todos los seres vivos en ella. Tampoco necesita teorías éticas porque ya se siente hermanado con cualquier ser humano y sabe que todo está interconectado, que todos dependen de todos. Su política se adecua a los ritos y ciclos de la naturaleza y se basa, no en ideales de la razón, sino en la observación, la herencia y el máximo respeto por el orden natural de las cosas. “Somos parte de la Tierra, y así mismo, ella es parte de nosotros”. La filosofía del jefe indio sostiene que “hay una unión en todo” y su conciencia lo es de la pertenencia a totalidades más altas, las cuales le hacen trascender su ego y su tiempo inmediato: los seres humanos, los seres vivos, la naturaleza, lo Uno. Desde aquí vive, desde aquí actúa. De su conciencia no puede seguirse una conducta similar a la del hombre blanco. El modo de sentir y el pensar acorde con su cosmovisión se lo impide.
En realidad, no hay ningún progreso que lograr porque el destino del hombre está escrito: “lo que ocurra con la tierra recaerá sobre los hijos de la tierra”.
María José Gutiérrez




LECTURAS:

Akal (varios autores), El libro de la filosofía
A. López, Manifiesto contra el progreso
“Carta del jefe indio Seattle de la tribu Suqwamish al presidente de los Estados Unidos”
García Morente, Lecciones preliminares de filosofía
MJ. Gutiérrez, “Del ser y el no ser”
K. Wilber, “Filosofía perenne”